«¡Sé fuerte!, ¡lucha, demuestra lo que vales!, ¡no te dejes afectar por la tristeza!, ¡elimina tus temores!«. Está claro que la vulnerabilidad tiene mala prensa. Desde anuncios, tazas y mensajes de Facebook pasando por algunos estilos de coaching y libros de autoayuda, nos llegan mensajes que nos animan a ser «fuertes», no temerle a nada y luchar contra nuestra vulnerabilidad.
Estas actitudes pueden ser positivas siempre que sea en su justa medida, intención y momento, aunque de alguna manera parecen rechazar una parte imprescindible de nuestro ser. ¿Por que se percibe la vulnerabilidad como algo a evitar? ¿Por qué nos resistimos a mostrarnos vulnerables ante los/as demás?
En esta sociedad de apariencias, competitividad, imagen, individualismo e intelecto, la vulnerabilidad es percibida como algo que debe ser escondido y eliminado. Una de las raíces del problema es confundir dos conceptos bien diferentes: vulnerabilidad y debilidad. Aunque en el lenguaje cotidiano los usemos como sinónimos, es importante ver sus distintos significados y matices para dejar de rechazar algo que en realidad es tan necesario como saludable.
La debilidad es un estado de carencia que aparece cuando falta algo. La mayor parte de las veces esta carencia puede conseguirse o reponerse: por poner un ejemplo sencillo, como cuando pasamos una gripe que nos deja sin energía y tenemos que recuperarnos a base de descanso y vitaminas. La vulnerabilidad en cambio, es la capacidad de dejarse afectar por las cosas, la actitud de ser permeables a lo que nos sucede y tiene que ver con ser sensibles, estar abiertos y sentir las emociones.
Reconocer las emociones es reconocerse vulnerable. Gabriel Rolón
La diferencia es clara: mientras que la primera es un estado carencial, la segunda es una actitud de apertura, de contacto con uno/a mismo y con los/as demás. La vulnerabilidad es sana, positiva y necesaria, es la capacidad de sentir, conmovernos, empatizar, expresar lo que nos pasa, conectar con otras personas… es lo que nos hace ser humanos.
En nuestro ejercicio como terapeutas nos encontramos con muchas personas que ven su vulnerabilidad como un terrible monstruo del que hay que huir y protegerse. Pero ¿cómo se puede conectar con los/as demás viviendo de espaldas a las emociones? ¿cómo puede ser sano vivir sin que nos afecte lo que hay a nuestro alrededor? Cuando negamos nuestra vulnerabilidad, en realidad estamos negando nuestra emociones, nuestra humanidad.
Construimos corazas para esquivar el dolor, el miedo y la tristeza; para evitar que otros nos dañen, se acerquen «demasiado» o para no tener que mostrar nuestros miedos e imperfecciones
Muchas veces las corazas emocionales nacen de experiencias dolorosas vividas en la infancia, en donde se construyeron para evitar volver a experimentar un dolor igual al vivido. En la edad adulta este proceso se puede producir de la misma manera, fabricando consciente o inconscientemente un blindaje que proteja de la tristeza, el miedo, el ser dañados/as, el contacto profundo con alguien…
Todas las emociones incluso las desagradables, son sanas, naturales y necesarias. Huir de aquellas que no nos gustan trae consecuencias negativas en todos los niveles de nuestro ser. El problema principal es que estas corazas defensivas no sólo protegen de aquello que consideramos desagradable o doloroso, sino que nos insensibilizan frente a todas las emociones, dejando fuera de juego también aquellas consideradas «positivas» y deseables.
Huir de la vulnerabilidad nos cierra, nos vuelve insensibles, duros/as, distantes, fríos/as. Nos hace la piel demasiado gruesa, impasible ante el contacto. Sin abrirnos a sentir tampoco nos llegará amor, afecto, empatía ni compasión, no podremos conectar a nivel profundo con nosotros/as mismos/as ni con otras personas.
Algunos otros factores que nos pueden llevar a percibir la vulnerabilidad como algo a evitar:
Además del miedo a sentir dolor o tristeza que hemos comentado antes, hay otros tipos de resistencia relacionados con el temor. ¿Conoces a alguien fuerte, duro/a, valiente, poco emocional y que parece no encogerse ante nada? Aunque no lo parezca, detrás de una máscara de invulnerabilidad y fortaleza puede esconderse mucho miedo. La necesidad de no contactar con el temor puede llegar a crear una imagen de valentía, insensibilidad y dureza para compensar el profundo miedo, a menudo inconsciente, que se oculta debajo.
Otro tipo de miedo que puede esconderse bajo estas corazas es el de entregarse emocionalmente, contactar o establecer un compromiso de forma profunda con otra persona. El miedo a perderse en el/la otro/a, a ser heridos/as, perder la propia identidad o a depender puede hacer que construyamos un personaje distante y autosuficiente que nos aleje de ese contacto más íntimo y considerado «peligroso».
Las personas de tendencia emocional suelen ser más reactivas y sensibles, lo que hace que algunas de ellas rechacen su vulnerabilidad por verla como una fuente de sufrimiento. Si bien es cierto que «sentir más» nos hace más sensibles a todas las emociones, rechazar aquellas menos agradables en realidad nos empobrece y debilita. Ser emocional no es bueno ni malo en sí mismo, sino que todo depende de la gestión que se realice de las propias emociones, el cómo y para qué se utilicen y si surgen de un nivel sano o poco saludable.
Una persona emocional puede llegar a ahogarse en sus emociones si no sabe gestionarlas o distinguir cuándo son fruto de la «neura«, de la misma manera que una persona mental se ahoga en sus pensamientos cuando nacen de su parte menos sana. La clave para dejar de relacionar sensibilidad y sufrimiento es realizar un buen trabajo interno de autoconocimiento que ayude a reconocer y gestionar adecuadamente las propias emociones.
En la sociedad sexista en la que vivimos, tradicionalmente se ha asociado el ámbito emocional a la mujer. Esto ha llevado a que algunas actitudes o cualidades como la sensibilidad, la emotividad, la ternura y la vulnerabilidad se hayan mal llamado «femeninas». Los prejuicios sexistas, la educación recibida, el modelo familiar y la presión social han hecho que muchos hombres se hayan identificado con este estereotipo fuerte, duro e insensible y rechacen (conscientemente o no) la expresión de algunas emociones por considerarlo «femenino» o un signo de debilidad.
La necesidad de ofrecer o mantener una cierta imagen es otro elemento que nos lleva a evitar mostrar nuestra vulnerabilidad. Ocultar inseguridades, miedos, defectos, según que deseos… No enseñar lo que somos o sentimos en la creencia de que si lo hacemos no nos aceptarán. Una imagen de seguridad, dureza y autosuficiencia puede responder también a la necesidad de mantener un personaje que «no necesita nada» o que siempre «está bien».
La vulnerabilidad, como hemos visto, es una actitud sana y necesaria pero que como todo, también puede ser utilizada de forma poco saludable, como máscara. Algunas personas se refugian en un personaje débil, demandante, carente e hipersensible con el que justificar algunas actitudes, victimizarse, manipular y evitar hacerse cargo de sí mismas.
De niños pensábamos que cuando llegáramos a ser mayores ya no seríamos vulnerables. Pero madurar es aceptar nuestra vulnerabilidad. Vivir es ser vulnerable.
Madeleine L’Engle
¿Cómo podemos considerar «fuerte» a alguien que huye del miedo, de la tristeza, del dolor, que teme sus propias emociones y las de los demás? Como dice Madeleine L’Engle en la cita, sólo en la fantasía de un niño puede caber un mundo sin dificultades, sin miedos ni emociones desagradables. Sólo en una actitud inmadura puede caber la ilusión de ser perfecto/a, invulnerable, de no necesitar, no fallar, no caer, no sentir dolor.
Mostrar nuestra vulnerabilidad nos hace más cercanos y cálidos, y permite que otrxs se acerquen y se muestren a su vez. Veámosla como un poder, como un regalo que nos permite sentirnos y sentir, conectar con lxs demás, ser sensibles a lo que sucede a nuestro alrededor. Reconocernos vulnerables, pedir ayuda cuando la necesitamos, enseñar nuestros miedos y expresar lo que sentimos son signos de madurez, fortaleza, humildad y humanidad.