En una reunión de amigos, uno de ellos me hace un comentario bastante machista y desagradable. Siento rabia. Me debato un buen rato entre decírselo o callarme. Estoy incómoda, me veo a mí misma con una sonrisa que no siento. Al final no digo nada. «No vale la pena», «no lo va a entender», «en el fondo es buena persona», «van a creer que soy una exagerada», «voy a estropear el buen ambiente» son algunas de las razones que me doy a mí misma para justificar mi represión.
Estoy funcionando en «modo avión»: en silencio, sin hacer ruido. Como cuando lo activamos en el móvil, cualquier acontecimiento queda acallado. La emoción está pero no está. Siento rabia pero una parte de mí (que también se encarga de justificar la represión de manera muy «razonable») no me da permiso para exteriorizar nada.
Funcionar en «modo avión» es reprimir la expresión de nuestro malestar
Hay muchas personas que creen que ser consideradas con los demás tiene que ver con tragarse según qué emociones. Esta (triste) creencia se ha convertido en algo habitual en una sociedad fóbica a las emociones menos agradables y que valora lo racional y «políticamente correcto» sobre cualquier otra cosa.
Parece que se hayan ido desarrollando una serie de «normas emocionales», una especie de decálogo de lo que se puede y no se puede enseñar. La rabia y la tristeza, tan importantes y necesarias, se han ido censurando y quedando relegadas a un rincón, mostrándose sólo (en el mejor de los casos) a un círculo muy íntimo y reducido.
Expresar las cosas de manera fría y con distancia emocional se ha convertido en un hecho digno de admiración. Las personas autocontroladas y que no se alteran suelen ser consideradas como maduras, objetivas y más dignas de ser escuchadas, pero… en esta fórmula tan fría como poco espontánea, ¿dónde quedan las emociones? Como dice el Dr. Claudio Naranjo:
La cultura patriarcal actual está compuesta de intelecto, autoridad y control de los impulsos
Como ya hemos comentado en otros artículos, las emociones no gestionadas se van acumulando en un «almacén emocional» que tarde o temprano acabará excesivamente lleno: el no expresar los malestares que, de forma natural sentimos ante las circunstancias o personas que se presentan en nuestra vida, provoca a la larga una acumulación que necesita ser liberada.
Como en todas las emociones, la rabia se puede presentar en distintas intensidades, desde una molestia a una rabia intensa. En este tipo de represión emocional del que hoy hablamos es frecuente acabar reaccionando desproporcionadamente ante algo que no es tan importante. Cuando vamos guardándonos «pequeñas molestias», difícilmente podremos evitar una explosión que descargue impulsivamente lo que debería haberse expresado en su momento y con una intensidad mucho menor.
«¡Yo no me enfado casi nunca, me cuesta muchísimo!» En mi recorrido como terapeuta he oído muchas veces esta frase, aunque la realidad que se esconde debajo es bastante distinta: no es que estas personas no sientan rabia (¡a veces hay mucha!), sino que no se permiten su expresión y llaman «enfadarse» al hecho de exteriorizarla o discutir con alguien.
Las personas que tienen tendencia a reprimir su rabia, también suelen descargarla en un ambiente en el que se sienten con la suficiente confianza y seguridad: pareja, familia, etc… Resulta más fácil mostrar el lado oscuro con alguien que ya nos ha elegido y que sabemos que nos seguirá queriendo a pesar de ello…
El evitar o reprimir una emoción, nos bloquea la correcta gestión de la misma y de la situación que la ha generado
También hay personas que tienen tanto miedo a confrontar o a parecer «malas», que al final pierden el contacto con su propia rabia, se «anestesian» a ella transformándola sin saberlo en otras emociones o conductas mucho más nocivas como por ejemplo en culpa, sumisión, depresión, baja autoestima, tristeza, sobreadaptación… Con el consiguiente peligro de convertirse en «ranas hervidas», en personas que se adaptan a todo (y acaban cocidas en su propia agua).
Las razones para funcionar en «modo avión» pueden ser muchas y muy variadas: necesidad de quedar bien o de gustar, determinadas creencias, haber recibido una educación represiva en según qué emociones, querer evitar «males mayores», no querer incomodar, miedo a parecer malas, miedo al conflicto, a que se rompa la relación, a ser juzgadas… Las justificaciones que le ponemos a lo anterior también pueden ser muchas: «no vale la pena», «no es tan importante», «soy buena persona», «enfadarse no está bien», «ya se me pasará», «hay que llevarse bien con todo el mundo», «no quiero crear conflictos», etc…
Todo lo anterior constituye una cierta agresión hacia uno mismo. Por el temor de agredir al otro, escojo agredirme a mí. Si esta actitud perdura o me acompaña la mayor parte del tiempo, estoy quitándole importancia a lo que siento, a mis límites, a lo que necesito… en resumen: estoy pasando por encima de mí misma y dañando mi autoestima.
Aunque estas actitudes se pueden encontrar en ambos sexos, es mucho más frecuente en mujeres. ¿Casualidad? no: en la sociedad patriarcal en la que nos hemos criado, a las mujeres se nos enseña que tenemos que ser suaves y dóciles, que no podemos expresar según qué, que «calladitas estamos más guapas»…
Manifestar nuestro malestar cuando lo sentimos no nos va a convertir en personas amargadas, exigentes o que se quejan por cualquier cosa. Si bien es cierto que hay personas sumamente susceptibles o que no toleran nada, tan perjudicial es no comunicar nunca nuestro desagrado como estar en el otro extremo e instalarse en una actitud rígida, defensiva y poner excesivos límites a todo y a todas.
La clave para expresar nuestro enfado es mantenernos conscientes y atentos a nosotros mismos y al/la otro en el momento en que lo hacemos: darnos cuenta de lo que estamos sintiendo y diciendo nos evitará una explosión descontrolada de ira.
También es básico expresarnos con respeto hacia la otra persona, y siempre desde la responsabilidad hacia la propia emoción y no desde el ataque, es decir: en lugar de «eres un machista insensible y ordinario», mejor: «este comentario es machista y me siento ofendida».
Cuando una emoción nos acompaña más frecuentemente que las demás, sea cual sea, es importante que realicemos un trabajo sobre nosotras mismas para poder ponerle conciencia y liberarnos poco a poco de su influencia. En el caso de la rabia, su expresión no será suficiente para poder reconocer las heridas que se esconden detrás de ella.
Las personas que se exceden en su manifestación o que les cuesta mucho deshacerse de su rabia (tanto si la expresan como si funcionan en modo avión) necesitarán trabajar para rebajar su reactividad, darse cuenta de cuál es su origen y aprender a gestionarla de forma sana para sí mismas y para su entorno.
Expresar lo que no nos gusta y poner ciertos límites es un síntoma de madurez, confianza, autoestima y respeto hacia nosotros y también hacia los demás. Si comunicamos lo que nos pasa en el momento en que lo sentimos, lo podremos hacer de manera proporcionada a nuestra emoción y necesidad del momento, fomentando una relación honesta y de confianza. También le daremos a las demás la oportunidad de conocernos mejor, saber cuáles son nuestros límites y poder actuar en consecuencia evitando problemas mayores.
Todas las emociones son necesarias, naturales y sanas: enfadarnos, entristecernos, tener miedo, sentir alegría, amor, dolor… todo ello forma parte de la vida, ¿por qué nos da tanto miedo a veces mostrar nuestra parte más humana?
¡Expresemos el enfado con enfado, el dolor con dolor, el miedo con miedo!
Expresar nuestro enfado con enfado, nuestra alegría con alegría, nuestro miedo con miedo… es aceptarnos, vivirnos como lo que somos: seres con emociones. Para dejar de funcionar en modo avión, es necesario trabajar a nivel interno para ganar en autoconfianza, darle valor a las propias necesidades y realizar una gestión responsable y sana de nuestras emociones.
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