Redes sociales, tazas, camisetas y fotos de Facebook nos bombardean a diario con un mismo mensaje: ¡sé feliz! El gran éxito de fórmulas como Mr. Wonderful con sus unicornios, mensajes positivos y tonos pastel, pone de manifiesto que ser feliz y exitoso se ha convertido en una exigencia social. Y así, poco a poco, en esta sociedad de las apariencias, va calando la idea de que si no somos felices, al menos tendremos que parecerlo en Instagram.
Ser feliz se ha frivolizado hasta tal punto que parece que sea una obligación. Buscamos varitas mágicas que nos hagan felices en un abrir y cerrar de ojos, hacemos «terapias» que prometen la felicidad en un fin de semana, recurrimos a frases que inicialmente nos motivan pero que olvidamos al cabo de un rato… Queremos que llegue de manera fácil, rápida, indolora, barata y sin demasiado esfuerzo, conviertiéndola en un objetivo a alcanzar pero sin un auténtico compromiso con uno mismo. Es la era de la felicidad fast food.
El otro día una clienta me comentaba que había visto un artículo en el que la madre de un niño con cáncer decía ser feliz. «¿Cómo puede ser?» preguntaba. La respuesta va ligada a otra pregunta: ¿qué es la felicidad? Filósofas, psicólogas y científicas llevan mucho tiempo esforzándose en definirla sin ponerse muy de acuerdo. Para unos es autorrealización, para otras una emoción intensa y explosiva, otros afirman que es estar en paz… Lo que resulta obvio es que es un estado personal y subjetivo ligado a distintos factores, entre ellos la idea que cada uno tenemos sobre qué es ser feliz.
Como contraposición a tanto azúcar, también ha aparecido una corriente que se rebela contra tanta felicidad, un ejemplo serían páginas como la de Mr. Wonderfuck, que usa la misma estética edulcorada, aunque para hacer llegar mensajes muy diferentes.
Contrarios a Mr. Wonderful, nos recuerdan de manera ácida lo desagradable de la vida.
Aunque se trate de una reivindicación de emociones reales y de la parte menos bonita de las cosas, lo saludable reside en el equilibrio. Tan neurótico es estar siempre feliz y contenta, como lo es vivir ancladas a una pose de «estar de vuelta de todo» o a la rabia, el sufrimiento o el cinismo.
En Bcn Gestalt de vez en cuando también compartimos mensajes felices y creemos que la motivación y el positivismo son necesarios, pero como todo, dentro de unos límites sanos. El problema está en usar una supuesta felicidad como escape de la realidad o del dolor. Fritz Perls, creador de la Terapia Gestalt lo explica perfectamente en este texto:
«Nos hemos vuelto fóbicos al dolor. Todo aquello que no es divertido o agradable debe evitarse, de modo que evitamos cualquier frustración que pueda ser dolorosa e intentamos irnos por un atajo. El resultado es falta de crecimiento. Cuando hablo de estar dispuestos para enfrentar cosas que no son agradables (no estoy hablando a favor del masoquismo; por el contrario, el masoquista es una persona que le teme al dolor y ensaya siempre para tolerarlo), me refiero al dolor que va junto con el crecer»
La evitación de lo doloroso nos lleva a un empobrecimiento. El dolor nos da profundidad como seres humanos, nos ayuda a crecer, nos enseña a empatizar y a aprender de nosotras mismas y de la vida. Y más allá de lo que el dolor nos aporte, es una emoción indisoluble del hecho de estar vivos.
Si huimos de las experiencias o emociones menos bonitas lo que hacemos es negar la vida misma, porque al fin y al cabo la vida es alegría y también pena, es agradable y también desagradable. La vida es de color rosa y también de color gris.
La palabra «felicidad» perdería su significado si no se contrastara con la tristeza
Carl Jung
Pero esta felicidad tan obligada como vacía no es inocua: la represión de las emociones de las que huye (la tristeza y la rabia entre otras) produce consecuencias que repasamos más en profundidad en este artículo sobre un cuento de Jorge Bucay. Las emociones que contenemos y no nos permitimos enseñar (a veces ni tan siquiera sentir) muchas veces se acaban convirtiendo en dificultades emocionales como depresión, ansiedad, insomnio, enfermedades, trastornos alimentarios, etc…
Parejas idílicas, experiencias extraordinarias y sonrisas radiantes llenan las redes sociales. La necesidad de mostrar lo bien que estamos en Facebook suele responder a la búsqueda de un reconocimiento externo, carencias emocionales y un intento de taparlas con una imagen de felicidad.
En nuestro artículo anterior hablamos de cómo todos construimos máscaras que nos ayudan a sentirnos aceptados, ocultar aspectos menos agradables y relacionarnos con lxs demás. ¡Resulta evidente que una máscara alegre es mucho más efectiva para ocultar neuras e infelicidades que una máscara triste! Es importante señalar que el escape del dolor no siempre es consciente, muchas veces se trata de un mecanismo oculto del que podemos darnos cuenta solamente a partir de un trabajo personal profundo.
Todos conocemos a alguien que nunca da muestras de estar mal, decaído o enfadado… y también a alguien instalado en el sufrimiento, el pesimismo y la victimización… pero la locura del primero no es tan evidente como la del segundo, al contrario: el personaje alegre, optimista y que siempre está bien suele ser visto como un ejemplo a seguir.
Hay muchas personas que, huyendo de las emociones feas, muchas veces se acaban conviertiendo en optimistas radicales (un tanto odiosos, reconozcámoslo). Son las que, ante una circunstancia adversa corren a buscar (o inventar) una ventaja, algunas veces tan forzada como surrealista:
-«Está lloviendo en nuestras vacaciones de playa pero mira, así no nos quemaremos con el sol»,
–«Has perdido la cartera, ¡bien! así tienes motivos para comprarte una nueva»,
-«Si te ha dejado tu marido tendrás la oportunidad de encontrar otra persona que te entienda más»
Si bien es cierto que en cada circunstancia negativa puede subyacer algo positivo o nuevas oportunidades, ese optimismo ciego, rozando lo maníaco, es una negación de la realidad y de las propias emociones.
¿Cuál sería la opción saludable? Tomar conciencia de la emoción real (frustración, rabia, dolor, etc…), darle espacio y gestionarla (sentirla, expresar verbalmente, llorar, etc…). Y sólo en último lugar, podrá aparecer una auténtica aceptación, real y saludable, que nos permitirá, llegado el momento, extraer el aprendizaje y reaccionar de forma «positiva».
Cualquier atajo que pretenda saltar el contacto con lo menos agradable es una opción evitativa, poco sana y algo inmadura. Es necesario que le perdamos el miedo a sentir y mostrar la tristeza, el dolor y la rabia, y empecemos a verlas como lo que son: emociones naturales, útiles y necesarias.
El «tengo que ser feliz», aunque bienintencionada, no deja de ser una imposición y no un estado real que aparece de forma espontánea. La felicidad como objetivo es como una zanahoria atada delante de la nariz: siempre se persigue pero nunca se alcanza. La felicidad y el bienestar, en lugar de conseguirse a base de forzar mentalmente lo positivo o de rechazar y evitar lo negativo, más bien se relacionan con la calma que da la aceptación: aceptar lo que soy, lo que siento y lo que hay en cada momento.
Para los que escribimos esto, más que una emoción explosiva y evidente, la felicidad es un estado espontáneo de paz y bienestar internos, consecuencia de un conjunto de actitudes y acciones conscientes, coherentes, saludables y sobre todo, resultado de un camino interior y de compromiso con uno mismo.