Cuando iniciamos un proceso terapéutico lo hacemos con la intención de gestionar determinadas emociones o circunstancias, aliviar algún síntoma, revisar actitudes o simplemente, ser nuestra mejor versión. Las personas que inician este camino lo hacen buscando cambios, y a pesar de las resistencias que se despiertan a lo largo de la terapia, están dispuestas a transformar partes de sí mismas. Su entorno, no obstante, puede no estar preparado para estos cambios ni para que los roles ya establecidos entre ellos se sacudan, o incluso, desaparezcan.
Parejas, familiares, amigas… las personas cercanas muchas veces interpretan dichos cambios como negativos o perjudiciales para sí mismas o para la relación que ambos mantenían, culpando de ello al proceso terapéutico y al/la profesional.
Por ello, muchos terapeutas a veces somos abierta o encubiertamente «odiados» por las parejas o allegados de nuestros clientes. A continuación exponemos algunas de las razones por las que se puede producir este rechazo:
Los que rechazan la figura terapéutica seguramente lo hacen sin una visión clara de cuál es la finalidad y el funcionamiento de un trabajo psicológico. El objetivo principal de una terapia es que la persona se conozca en profundidad, adquiera las herramientas necesarias para sostenerse a sí misma, supere sus dificultades y aprenda a distinguir las actitudes que le favorecen de las que no.
Una buena terapeuta acompaña a su cliente hacia sus propias respuestas y soluciones. Huyendo de paternalismos y consejos, ayuda a tomar conciencia de qué es lo que le puede estar perjudicando y a poner la mirada en conductas más sanas.
La decisión de cambiar actitudes, realizar elecciones distintas y dar nuevas respuestas, por lo tanto, es el camino natural elegido libremente por el/la cliente/a.
El profesional sólo actúa como una conexión entre la persona y su interior, situándose en una posición respetuosa con cualquier elección que ésta realice.
Un proceso terapéutico también suele suponer una apertura a sentimientos menos «bonitos», a los que la sociedad actual se ha vuelto fóbica. Emociones como la tristeza y la rabia suelen estar presentes o relacionarse con muchas de las dificultades que nos llevan a la consulta de una psicoterapeuta. La represión o la negación de estas emociones son muchas veces el origen de todo tipo de conflictos y malestares, por lo que tomar conciencia de ellas y gestionarlas será básico para poder superarlos.
Una visión parcial y poco profunda puede fácilmente interpretar que contactar con estas emociones perjudica a la persona en terapia, cuando en realidad en muchos casos resulta el camino hacia su sanación.
Cuando vemos que alguien a quien queremos lo está pasando mal, lo natural es desear que mejore lo antes posible. La prisa que podemos tener en que el otro «se cure» nos puede hacer olvidar que cualquier cambio (y los profundos aún más) requieren de un proceso, de un tiempo determinado.
El tipo de dificultad, pero sobre todo el ritmo, las necesidades y las emociones de cada persona son las que marcan el tiempo que necesitará para gestionar, aceptar y superar el problema que le afecta. La impaciencia del entorno y su deseo de que mejore puede hacer juzgar de forma errónea que «esta terapia no funciona» o que «el terapeuta no es bueno«.
La actitud de rechazo hacia la terapeuta también puede llegar cuando el proceso que realiza el otro no está dando los resultados que yo esperaba. Es fácil ver la toxicidad ajena, en qué falla la otra persona, qué es lo que ésta debería modificar para que todo «fuera bien» y esperar esos mismos resultados (que me den la razón) cuando inicia terapia.
Lo que olvidamos es que nuestro punto de vista está condicionado por nuestro propio filtro, que nos hace a veces confundir lo que le conviene al otro con lo que me conviene a mí, lo que yo creo que le sienta bien con lo que de verdad le beneficia, lo que me gustaría que hiciera con lo que en realidad necesita hacer…
A veces la evolución que realiza la persona en proceso supone un acercamiento a actitudes mal vistas socialmente o que de entrada podrían parecer negativas, como por ejemplo el pensar más en uno mismo, expresar emociones menos agradables, poner límites, romper relaciones, ser menos manejable, desapegarse de algo o alguien, confrontar, etc… Si la persona solía ser más bien sumisa o complaciente y empieza a mostrar comportamientos más confrontativos e independientes, éstos pueden ser fácilmente juzgados por su entorno como cambios negativos.
No apreciar que esta evolución resulta beneficiosa para la persona que la realiza pone de manifiesto una falta de empatía y una incapacidad de ver más allá de los propios intereses y opiniones.
La actitud acusativa hacia la figura terapéutica también podría explicarse a partir del miedo (consciente o no) a que la relación con la persona en terapia pueda cambiar.
Cuando aumentamos nuestra conciencia y realizamos cambios personales, en realidad lo estamos haciendo en todo lo que se relaciona con nosotras.
Dicho de otra manera: si yo cambio, cambia mi manera de percibir las cosas, de verme a mi misma, de relacionarme con los demás… Algunos de estos cambios hacen que se movilicen aspectos de nuestra vida y otros son menos visibles por permanecer en un plano más interno.
Por ejemplo, si uno de los miembros de una pareja está realizando terapia, es muy posible que su evolución personal haga que la relación también se movilice, lo que puede despertar inseguridad y miedo en el otro miembro de la pareja.
También puede deberse al miedo a expresar directamente a la persona en terapia lo que le está sucediendo con el proceso que ésta realiza. Resulta bastante menos comprometido culpar a un tercero con el que no se tiene contacto que tomar conciencia de las propias emociones, expresarlas y ocuparse de ellas.
Cuando nos relacionamos con los demás establecemos una serie de personajes y roles que nos ayudan a «funcionar» en ese ambiente. Muchas veces estos roles en los que participamos con los demás, fomentan alguna de nuestras actitudes menos sanas, que se ven potenciadas y justificadas a través de ellos.
Si nuestra pareja, amiga o familiar empieza a cambiar sus conductas menos sanas y dichas conductas nos beneficiaban de algún modo, la vía fácil es la de rebelarse contra el cambio. Un ejemplo sencillo:
C. inicia su proceso terapéutico por un proceso depresivo que viene arrastrando desde hace un tiempo. Su desconfianza, inseguridad y baja autoestima hace que no se atreva a tomar decisiones ni expresar lo que siente. En busca de la decisión e iniciativa que siente que le falta, C. siempre ha tenido parejas decididas y seguras de sí mismas, con lo que ha establecido un cierto rol madre-hijo en el que él está en una posición demandante, débil y desprotegida.
Ese rol segura/inseguro, protectora/protegido, activa/pasivo alimenta, por un lado, la idea de C. de que necesita a alguien que tome la iniciativa y le haga sentir seguridad, y por otro lado, la creencia neurótica de S., su pareja, de que es una «superwoman» responsable de todo y de todxs.
Cuando C. empieza a tener más confianza en sí mismo y a despegarse poco a poco de S., ésta interpreta la evolución de C. como un distanciamiento. Como los roles neuróticos de ambos habían estado tanto tiempo alimentándose mutuamente, S. cree que C. «ya no la necesita», «se ha distanciado» y «ha cambiado», culpando a su terapeuta de los cambios que C. está realizando.
Una actitud más autocrítica y responsable llevaría a S. a plantearse cosas sobre sí misma y a darse cuenta de que la evolución de C. es beneficiosa para él y para ambos.
La toma de conciencia de nuestras partes menos sanas no es tarea fácil y en ocasiones necesitamos algún elemento exterior para empezar a darnos cuenta de nuestras máscaras y roles y de cómo muchas veces alimentamos actitudes ajenas, de las que, paradójicamente, podemos estar quejándonos.
Otra manera más profunda, consciente y responsable de enfocarlo (eso sí, más difícil, claro) y que fomentamos siempre desde la terapia Gestalt es la de observar que me pasa a mí en lugar de poner la atención en hacia fuera (en este caso el/la terapeuta y la persona en terapia).
Si sentimos que su evolución nos hace sentir mal o pone en peligro nuestra relación, es una magnífica oportunidad para fijar la atención en nosotros mismos y preguntarnos: ¿cómo me hacen sentir sus cambios? ¿qué están despertando en mí? ¿estábamos alimentando algún juego neurótico? ¿de qué tengo miedo?
Cualquier cosa que despierta una emoción o nos mueve a nivel interno, es en realidad una oportunidad para crecer. Si aprovechamos lo que moviliza en nosotras el crecimiento del/a otro, tendremos la ocasión de aprender sobre nuestra propia manera de relacionarnos con las demás, nuestros miedos, actitudes, neuras, etc., responsabilizándonos de lo que nos sucede y no situándonos como unas simples víctimas de nuestro entorno.