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La competición es la búsqueda de un resultado óptimo que esté por encima de otros resultados. Competir, pues, en su aspecto sano, implica una voluntad de superación y evolución. El problema empieza cuando,llevada a lo neurótico*, usamos la competición para conseguir aprobación y admiración por parte de lxs demás.
Hay personas que convierten su vida en una carrera destinada a demostrar quién es el/la mejor, compitiendo en todos los ámbitos y con todo el mundo: hermanxs, pareja, amigxs e incluso con desconocidxs. A veces esta actitud surge de forma automática e inconsciente y puede mostrarse abiertamente o, por lo contrario, ser totalmente invisible a ojos de lxs demás (y a veces incluso a los propios).
La sociedad en la que vivimos nos empuja ya desde niñxs hacia una competitividad insana. El sistema educativo, de entrada, ya fomenta la comparación, la automatización y el resultado en lugar de otros aspectos más sanos como pueden ser el proceso, la creatividad y las aptitudes e intereses personales. A partir de aquí, la publicidad, la televisión, el consumismo… todo nos recuerda una y otra vez que tenemos que ser mejores y tener más que el vecino. Si a esto le sumamos la tendencia natural que algunas personas tienen hacia la competición, no es de extrañar que muchxs acaben notando sus consecuencias negativas.
La competición nacida desde nuestra parte menos sana, se convierte en la búsqueda de un reconocimiento basado en la comparación y el fracaso de otrxs. Esta actitud nunca consigue una satisfacción real, nunca sacia, por lo que acaba atrapando en un círculo del que resulta complicado escapar: cansancio, estrés, envidia, malestar, ansiedad, inseguridad, perfeccionismo excesivo, comparación constante… son algunos de los efectos de una competitividad mal entendida o llevada al extremo.
Hay otra conducta que también es una gran fuente de contenido neurótico y sin la que la competitividad no podría existir: la comparación. Valoramos el resultado y si hemos «ganado o perdido» cuando nos comparamos con lxs demás. En este sentido, hay personas que se comparan para salir ganando y otras (aunque parezca extraño) porque necesitan salir siempre perdiendo. En ambos casos, la comparación se usa para poder «confirmar» internamente la superioridad o inferioridad que se siente respecto a lo comparado.
En relación a la competitividad, esto pone aún más de manifiesto la desconexión de unx mismx: en lugar de darle importancia a la mirada que yo me hago, le doy importancia a la que me llega desde fuera. La autovaloración, pues, es sustituida por el reconocimiento externo, haciéndonos dependientes de él y despertando todas nuestras defensas neuróticas.
En su búsqueda de seguridad, el mecanismo competitivo nos hace caer en una trampa: si finalmente pierdo la competición, la frustración se incrementa al darme cuenta que yo mismx soy la/el responsable, por haber iniciado la competición y haberla perdido.
Queda claro que este mecanismo tan poco sano, en realidad tiene mucho que ver conmigo y muy poco con lxs demás. Al final, la competición se reduce a una necesidad de demostrar algo, que en una parte es externa (para que lxs demás me vean) y en otra, interna (para demostrarme que valgo o situarme por encima de alguien).
Por todo lo anterior, no resulta muy complicado deducir que las personas competitivas suelen ser bastante inseguras y con escasa autoestima. A pesar de que algunas pueden mostrarse orgullosas (no olvidemos que el orgullo oculta inseguridad), hay un mecanismo interno que necesita comparar para ver si lo estoy haciendo bien, si soy valoradx: «Si le gano, es que lo estoy haciendo bien. Si la supero, demuestro que yo también valgo. Si lo consigo, no soy tan inferior como pensaba.»
Si hubiera una seguridad real y una buena autovaloración, no habría la necesidad de competir, ganar o demostrar algo
Dar mucha importancia al éxito es convertirnos en prisionerxs de nuestra propia imagen y vivir en un mundo lleno de tensiones.
En vez de compararnos, busquemos nuestro propio reconocimiento.
En vez de poner atención en el resultado, disfrutemos del proceso.
En vez hacerlo para ganar, hagámoslo porque nos llena.
En vez de poner la mirada fuera, miremos hacia dentro.
En vez de competir, veamos qué podemos aprender de la otra persona.
«No actúes por reacción a lo que digan bueno o malo de ti. Transforma tu orgullo en dignidad y tu envidia en admiración por los valores del otro», dice Gurdjieff en sus preceptos. Tenerlo presente nos ayuda a liberarnos de la esclavitud de la opinión externa, a no caer en la competitividad para satisfacer el orgullo o la inseguridad y cambiar la comparación por admiración y reconocimiento a lxs demás. Compitamos si es necesario, pero aprendamos tanto del fracaso como del éxito, dándole la importancia necesaria y sin apegarnos a ninguno de los dos.
*Llamamos neurótico o egoico a todas aquellas conductas que, conscientes o no, nos resultan perjudiciales.
[:ca]¿Competitividad o inseguridad?
La competición es la búsqueda de un resultado óptimo que esté por encima de otros resultados. Competir, pues, en su aspecto sano, implica una voluntad de superación y evolución. El problema empieza cuando, llevada a lo neurótico*, usamos la competición para conseguir aprobación y admiración por parte de l@s demás.
Hay personas que convierten su vida en una carrera destinada a demostrar quién es el/la mejor, compitiendo en todos los ámbitos y con todo el mundo: herman@s, pareja, amig@s e incluso con desconocid@s. A veces esta actitud surge de forma automática e inconsciente y puede mostrarse abiertamente o, por lo contrario, ser totalmente invisible a ojos de l@s demás (y a veces incluso a los propios).
La sociedad en la que vivimos nos empuja ya desde niñ@s hacia una competitividad insana. El sistema educativo, de entrada, ya fomenta la comparación, la automatización y el resultado en lugar de otros aspectos más sanos como pueden ser el proceso, la creatividad y las aptitudes e intereses personales. A partir de aquí, la publicidad, la televisión, el consumismo… todo nos recuerda una y otra vez que tenemos que ser mejores y tener más que el vecino. Si a esto le sumamos la tendencia natural que algunas personas tienen hacia la competición, no es de extrañar que much@s acaben notando sus consecuencias negativas.
La competición nacida desde nuestra parte menos sana, se convierte en la búsqueda de un reconocimiento basado en la comparación y el fracaso de otr@s. Esta actitud nunca consigue una satisfacción real, nunca sacia, por lo que acaba atrapando en un círculo del que resulta complicado escapar: cansancio, estrés, envidia, malestar, ansiedad, inseguridad, perfeccionismo excesivo, comparación constante… son algunos de los efectos de una competitividad mal entendida o llevada al extremo.
COMPARACIÓN Y COMPETICIÓN
Hay otra conducta que también es una gran fuente de contenido neurótico y sin la que la competitividad no podría existir: la comparación. Valoramos el resultado y si hemos «ganado o perdido» cuando nos comparamos con l@s demás. En este sentido, hay personas que se comparan para salir ganando y otras (aunque parezca extraño) porque necesitan salir siempre perdiendo. En ambos casos, la comparación se usa para poder «confirmar» internamente la superioridad o inferioridad que se siente respecto a lo comparado.
En relación a la competitividad, esto pone aún más de manifiesto la desconexión de un@ mism@: en lugar de darle importancia a la mirada que yo me hago, le doy importancia a la que me llega desde fuera. La autovaloración, pues, es sustituida por el reconocimiento externo, haciéndonos dependientes de él y despertando todas nuestras defensas neuróticas.
En su búsqueda de seguridad, el mecanismo competitivo nos hace caer en una trampa: si finalmente pierdo la competición, la frustración se incrementa al darme cuenta que yo mism@ soy la/el responsable, por haber iniciado la competición y haberla perdido. Queda claro que este mecanismo tan poco sano, en realidad tiene mucho que ver conmigo y muy poco con l@s demás. Al final, la competición se reduce a una necesidad de demostrar algo, que en una parte es externa (para que l@s demás me vean) y en otra, interna (para demostrarme que valgo o situarme por encima de alguien).
Por todo lo anterior, no resulta muy complicado deducir que las personas competitivas suelen ser bastante inseguras y con escasa autoestima. A pesar de que algunas pueden mostrarse orgullosas (no olvidemos que el orgullo oculta inseguridad), hay un mecanismo interno que necesita comparar para ver si lo estoy haciendo bien, si soy valorad@: «Si le gano, es que lo estoy haciendo bien. Si la supero, demuestro que yo también valgo. Si lo consigo, no soy tan inferior como pensaba.»
Si hubiera una seguridad real y una buena autovaloración, no habría la necesidad de competir, ganar o demostrar algo. Dar mucha importancia al éxito es convertirnos en prisioner@s de nuestra propia imagen y vivir en un mundo lleno de tensiones.
En vez de compararnos, busquemos nuestro propio reconocimiento.
En vez de poner atención en el resultado, disfrutemos del proceso.
En vez hacerlo para ganar, hagámoslo porque nos llena.
En vez de poner la mirada fuera, miremos hacia dentro.
En vez de competir, veamos qué podemos aprender de la otra persona.
«No actúes por reacción a lo que digan bueno o malo de ti. Transforma tu orgullo en dignidad y tu envidia en admiración por los valores del otro», dice Gurdjieff en sus preceptos. Tenerlo presente nos ayuda a liberarnos de la esclavitud de la opinión externa, a no caer en la competitividad para satisfacer el orgullo o la inseguridad y cambiar la comparación por admiración y reconocimiento a l@s demás. Compitamos si es necesario, pero aprendamos tanto del fracaso como del éxito, dándole la importancia necesaria y sin apegarnos a ninguno de los dos.
*Llamamos neurótico o egoico a todas aquellas conductas que, conscientes o no, nos resultan perjudiciales.
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