«Usted tiene un trastorno de ansiedad con agorafobia»- le dijeron a Elena, y ella lo aceptó.
Hacía mucho tiempo que no se sentía bien en algunas situaciones concretas, en las que una intensa ansiedad la colapsaba completamente. Aunque podía afrontar su día a día, en esas circunstancias lo pasaba realmente mal.
Cuando la diagnosticaron, por un lado se sintió aliviada al saber que lo que le pasaba «existía», que en realidad no era tan rara. Y por el otro, sin querer, fue lo que la sentenció a identificarse con esa etiqueta. Cuando la ansiedad la atenazaba se decía a sí misma: «es que tengo un trastorno de ansiedad con agorafobia», y con eso, de alguna manera su dificultad quedaba justificada.
Le recetaron unas pastillas que la ayudaban a estar un poco más tranquila, pero su ansiedad ante las situaciones que temía no cambiaba por mucho que se esforzaba. Así transcurrieron los meses… y pasaron 12 años. En uno de sus controles, le dijeron que tendría que tomar esas pastillas de por vida. Para siempre.
Elena se vio a sí misma arrastrando su ansiedad para siempre. Se vio tomando pastillas cada día de su vida, y decidió que eso NO lo aceptaba. Decidió dejarlas y empezar un proceso terapéutico que, tiempo más tarde, la ayudó a superar por completo su ansiedad. A día de hoy, lleva años sin ansiedad y sin tomar ningún tipo de medicación.
La historia de Elena es real y nos sirve para ilustrar la influencia que las etiquetas y los diagnósticos pueden llegar a ejercer sobre nosotros. En general, todas las etiquetas que nos ponemos y que nos ponen, ya desde bien pequeños, (soy tímida, valiente, inteligente, generoso, insegura, etc…) influyen en nuestras vidas, pero hoy queremos centrarnos en el terreno terapéutico.
Es evidente que las patologías mentales graves requieren de un diagnóstico, pero ¿hasta qué punto puede perjudicarnos el etiquetar nuestros «males comunes», esas dificultades con las que todas nos encontrarnos en algún momento de la vida? Ansiedad, estrés, conflictos emocionales, pérdidas, inseguridad, miedos o tristeza son algunos de estos problemas habituales para los que ser etiquetados poco ayuda a su proceso de mejora. Afortunadamente, nuestra clienta fue capaz de cortar con la suya, la de «ansiosa de por vida».
Se diagnostican muchos trastornos que en realidad son las reacciones normales
de la gente normal a las vicisitudes de la vida. Dr. Allen Frances, psiquiatra
Aunque sea correcta, si nos identificamos con ella, una determinada etiqueta puede hacer que perdamos parte de la responsabilidad sobre nuestra dificultad, que sin querer nos escondamos tras ella y acabemos justificando nuestro malestar. También existe el peligro de que el árbol no nos deje ver el bosque: que en el diagnóstico también englobemos otros problemas que pueden no tener el mismo origen, perdiendo la posibilidad de hacernos conscientes de ellos.
A parte de las que pueden colgarnos desde el exterior, también son perjudiciales las que nos ponemos a nosotras mismas: por ejemplo si digo «soy una persona ansiosa» además de darle una connotación de irreversibilidad y de duración en el tiempo, consigo sacudirme de encima mi responsabilidad, como si poco tuviera que ver conmigo y fuera más una cuestión de suerte, algo con lo que nada puedo hacer.
Si cambio la frase por «en este momento siento ansiedad» estoy tomando conciencia de que soy yo quien la siente y por lo tanto, quien puede hacer algo al respecto, me estoy reapropiando de mi ansiedad y de mi capacidad de acción, resituándome en una posición más sana: «ahora ésta es mi dificultad».
El fijarnos en las etiquetas también puede crearnos confusión entre el síntoma (la ansiedad, en caso de Elena) y su origen (lo que hizo surgir esa ansiedad). Cuando nos fijamos solamente en el síntoma (que puede tener muchas formas distintas, como tristeza, estrés, insomnio, etc…) corremos el peligro de perder de vista nuestra totalidad, a nosotros mismos como personas.
Por otro lado, también debemos mencionar que un diagnóstico en algunos casos puede resultar muy liberador. Cuando tenemos uno o varios síntomas (físicos, emocionales, mentales…) que no comprendemos, podemos llegar a sentirnos muy raros, «especiales» e incomprendidas. Saber que nuestro problema tiene nombre y ver que hay otras personas a las que les pasa, ayuda a normalizarlo y aligerar la carga.
En Gestalt, se considera que cada individuo es un todo y como tal, deben tenerse en cuenta sus pensamientos, sensaciones, emociones y circunstancias evitando la reducción a síntomas o partes por separado. Un síntoma siempre es la manifestación de algo más profundo, de un origen que habrá que trabajar. Si sólo vemos y tratamos el síntoma por separado, el origen no sanará y a la larga el síntoma reaparecerá bajo la misma forma o bajo otras distintas.
Liberarnos de las etiquetas nos ayudará a recuperar un papel activo en la resolución del problema, a dejar de justificar de manera inconsciente nuestras dificultades y a darnos cuenta de las posibilidades de las que disponemos ante ellas.